Enrique sigue esperando la revolución
por Leandro Fuentes Sobelvio
El viejo Symns pretendió comprar mi vida, quería cambiar mis días por los suyos. Lo que nunca sabrá es que mi vida vale muy poco. Alguien me dijo en Buenos Aires que él escribía en el bar Británico, Av. Brasil 399. Allí lo esperé varias semanas, hasta que lo vi entrar como una aparición. Symns es un hombre de setenta y cuatro años, con una remera desteñida de Star Wars y una campera Adidas sucia. Desde afuera, se lo podría confundir con un viejo ridículo, un anciano que no tiene quién le sugiera cómo vestirse. Va directo a una mesita que está pegada a la vidriera del bar, una chica se le acerca y toma el pedido de Symns. Para cualquier persona que lo vea, podría imaginar que es un abuelo más, sin saber que el viejo desprolijo que ahora saca la dentadura postiza de un frasco y se la lleva a la boca fue un bastión de la contracultura Argentina, en tiempos donde el rock post dictadura y el periodismo alternativo comenzaban la gran fiesta del papel picado. No es muy alto, ni muy bajo, carga con una cara de fisura aterradora, tiene los ojos muy separados, como los de un toro, y tan oblicuos y diáfanos que habrían podido ser los del diablo si no hubieran estado sometidos al dominio del corazón. Ahora él y yo nos encontramos en el mismo bar, él con un café express y unas tostadas con mermelada de ciruela, yo con una cerveza Andes leyendo una nota sobre Saer en la revista The Clinic. Symns me llamó con un acento extraño, sabía quién era el viejo, fui hasta ese bar para conocerlo. Él iba a escribir y a desayunar con gran frecuencia al Británico, me acerqué con precaución, no había nada entre sus cosas, ni siquiera una maldita valija, estaba escribiendo algo en una servilleta con una Bic azul. Tenés un cigarro, me dijo señalando el bolsillo de mi camisa, el viejo había observado que estaba fumando cigarrillos armados en la barra del bar, así que armé uno, lo encendí y se lo pasé. El viejo seguía observándome con la boca abierta, advierto que respira con dificultad, de vez en cuando se cierra su boca entre bocanadas de humo. Quiero tu vida, sentenció. Me gusta tú forma de tomar cerveza, y necesito tú sangre para volver al sabor de la cocaína y el sexo rápido. Yo seguía de pie, justo enfrente mío la cara del viejo Symns, los ojos perdidos, saboreando una lengua muerta entre sus encías vacías, no tardaría mucho tiempo en juntar saliva y escupir en los mosaicos a cuadros negros y blancos del bar. Me ofreció la redacción de Cerdos & Peces, y a Vera Land. Me pidió que lo acompañe al cajero automático de la terminal, ayúdame dijo, no puedo moverme bien con el andador, sacá mi billetera del bolsito negro, señalando un morral atado en los fierros del andador. No había más que trescientos pesos en billetes de diez, veinte y cincuenta; todos rotos como él. ¿Y esto qué significa? Unas copitas de ginebra en la pensión, buscá bien, ahí adentro tiene que haber un papel. En efecto, es el ticket de un banco; esa es mi suerte como escritor me dice al oído, es la Pensión de escritores de la Ciudad de Buenos Aires. Hoy vive con eso y con los derechos de autor de sus libros. En el ticket está escrito con lapicera azul P-E-Z y una serie de números que ahora no recuerdo, esa es la contraseña dice, mientras tose, me pide ayuda para colocar la clave alfanumérica, ingreso en el sistema un poco descreído, admito, y compruebo que hay cero pesos, nada viejo Symns. ¿No depositaron estos hijos de puta? Nada. Me miró, hizo unos gruñidos y dijo, ¡Yo soy el señor de los venenos!, el derecho de autor es para vos, sólo dame tú sangre. No viejo, no necesito tus sombras y luces, este es mi tiempo y voy a vivirlo, destruirlo o morir en el intento. El viejo Symns se avalancha contra mí, intenta agarrarme de la camisa, en un movimiento se agita y casi se cae, escupe mientras habla, me maldice, lo agarro por el brazo izquierdo, una vez afuera de la sucursal del banco lo dejo solo junto a una ventana de un kiosco y me voy. Sé que intentará negociar su vida una vez más, pero el viejo Symns debe morir para existir eternamente. Symns pega un grito, algo como un ¡esperá!, regreso la mirada al viejo, y lo que veo es una foto; en una casa del siglo XX, el viejo Symns está apoyado en una ventana antigua con el sol de frente. Regreso a él cruzando una calle sin demasiado tráfico, pienso en que este viejo está loco y que quizás se le ha ocurrido pegarme un tiro, pero no vi ningún revolver o algo con forma de revolver en su ropa, tal vez un cuchillo, una navaja bien guardada, pienso en el destino de morir acribillado por el viejo Symns en una esquina cualquiera de esta ciudad de mierda. Estoy de pie junto a él otra vez, pero ahora preparado para soltar mi puño derecho en su ojo izquierdo por si es necesario, su voz distorsionada interrumpe todos mis pensamientos, fijo la mirada en los ojos del viejo y comienza a hablar:
—Ya no tengo ganas de escribir, tengo que hacerlo para sobrevivir, por mí no escribiría más, no sé lo que haría, por eso no sé si seguir viviendo, es algo que mis amigos no quieren escuchar pero es la verdad. Yo no puedo dormir de noche porque… Odio todo lo que me pasó, odio Cerdos & Peces, odio ser escritor.
—La cocaína era la única manera de vivir, la única manera de soportar la estupidez de la normalidad, de la inmunda galería de espectros que es la ciudad, donde lo único que podes hacer es trabajar, estudiar, casarte, tener hijos, toda la pelotudez junta en una masa de mierda de giles. El tipo que va a la facultad es un pelotudo, en vez de perderse, extraviarse y leer y aprender de la vida y de los demás, no, vivís en una masa de gente que no le importa un carajo los otros.
Comienzo por armar un tabaco, lentamente, observando la cara de Symns; —Dame otro cigarrillo, y ándate, no quiero verte nunca más. Pero antes, voy a darte este trozo de servilleta, hoy estuve tratando de recordar un poema, pero no funciona…
Esas fueron las últimas palabras que recuerdo del viejo Symns:
Esa es la tristeza,
la tristeza de un niño ya un poco más grande
encontrando en los cables
el cadáver de algún barrilete
que remontó hace mucho tiempo.
La tristeza de rememorar,
o la tristeza de un niño pequeño en la playa,
inventando historias
dentro del castillo de arena que va construyendo,
historias que el mar inmediatamente destruirá.
Tratando de enseñarle al niño
las consignas de la existencia:
Que nada es real,
que todos están solos,
que la ausencia es eterna.//
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Leandro Fuentes Sobelvio (San Juan, 1990). Fuentes es un poeta casi secreto, paralelamente a su carrera de periodismo, fue desarrollando una intensa y constante labor narrativa que, hasta hace algún tiempo, permanecía desconocida. Publicó Canción Urgente, Poemas y otras yerbas (Viaje Espacial, 2016). 1990, Fuego Interior (Viaje Espacial, 2017) Sobre Ninguna Tierra, antología colectiva (Nave, 2018), El Cuerpo Expresivo, antología erótica (ECE, 2020). Es editor de la revista Montañas de Papel, Periodismo Under. Actualmente trabaja en su primer novela. Elige hacer siempre, todavía no murió.-